Hace una semana estaba en la guardia del hospital municipal de agudos, perseguida por médicos y enfermeros que trataban de desentrañar que le sucedía a mi cuerpo dolorido. Experimenté la intervención como un paseo a lo desconocido, si bien tenía temor, en ningún momento el miedo me paralizó (salvo cuando mis ovarios se veian distorcionados). El suero, los estudios, el paseo en silla de ruedas, la atención, el quirofano, las drogas, las sensaciones de dolor, el despertar. Un camino que atravese sin ansiedades, ni remordimientos. Una vez que desperté, volví a ser yo, mi cuerpo me notifica la falta del apendice y de la revolución interior que habia sufrido. Despacito nos levantamos, nos quejamos y nos empezamos a conocer. Mi conciencia y mi cuerpo empezaron a entrelazarse después de toda una vida, mi vientre quiere acomodarse al nuevo espacio, mis venas dejan de esconderse, la respiración es tan intensa que me ahoga, mi garganta me habla sin parar.
Probamos un sabor desconocido, los diagnosticos adversos que sucumben los ánimos interfirieron en los pensamientos dejando de lado el dolor físico para darle lugar a un dolor más amargo que sólo se siente en otro plano. Las rarezas de la anatomia que no se terminan de descifrar, que hasta ahora no fueron desenmascaradas, siguen ahí esperando. Sin embargo pude amigarme con mis huesos y los llevo conmigo bien adentro. Soy una mujer rara, siempre me lo dijeron, inclusive (lo que faltaba) cuando esa mujer sensible miró mi interior con un aparatito.
Finalmente llegué hasta aqui, una semana después, sin ninguna certeza de lo que sucederá en el futuro más proximo (como es mi costumbre), pero con un cierto equilibrio anormal para nosotros. Un entendimiento del juego superador que nos abre un sendero absolutamente llano, sin bifurcaciones incompatibles. Hoy sabemos que todas las bifurcaciones terminan siempre en el mismo lugar...
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